viernes, 10 de noviembre de 2017

Por picarme a choro con el Diablo

Jota Jota Conus
                                                                                              Dedicado a Julio Arancibia O.
Aquel día, partí con mi botellón de vino tinto al Cajón del Maipo, para ver qué tan ciertas eran las historias que se relataban sobre el Diablo.
            Cuando llegué al último paradero de la metrobús setenta y dos en San José, descendí de la micro e inmediatamente me dio la bienvenida un delicioso olor a pino, el cual guio mis pasos hacia el puesto de comida desde donde provenía tal efluvio. Una vez ahí, compré un par de picantes empanadas hechas en horno de barro. Suelta la lengua a causa del alcohol, y después de zamparme una de éstas, me puse a conversar con el vendedor:

            ─Oiga, ¿sabe qué?, ando buscando al Diablo. Primero iré a El Toyo, sector en donde, según cuenta la leyenda, a principios del siglo diecinueve, el maligno personaje dejó su huella en un lugar que hoy es conocido como la Pata del Diablo. La hizo cuando salió arrancando de la Madre Superiora, luego de que ésta le arrojara agua bendita, al sorprenderlo en una de las habitaciones del convento que había en aquel entonces, seduciendo a una hermosa novicia. El problema es que nunca más se le volvió a ver, así que es poco probable que lo encuentre, pero de todas formas…
            ─Hay varias versiones sobre el origen de la Pata del Diablo ─me interrumpió el locatario─. Una de ellas, cuenta que un hombre llamado Juan hizo un pacto con el Cachu’o. Una mina de oro y una vasija, con un vino interminable, fueron las primeras peticiones. La última, antes de entregar su alma en forma definitiva, fue la construcción de un puente en la Noche de San Juan que le sirviera como vía para dejar todas las pertenencias, que tenía cuando era pobre, al otro lado del río. El Cachu’o accedió a este último deseo, pero no pudo terminar el puente, ya que al comenzar a trabajar se encontró con cruces de madera, enterradas la noche anterior por el mismo Juan, en cada lugar que iba siendo excavado, las que, como comprenderá, retrasaron la tarea. De esta manera, se vio sorprendido por el alba y no le quedó otra que salir arrancando con un impulso que dejó la marca de un pie. Una huella. Esta historia, tal como la que me contó, dice que tampoco se le volvió a ver por allí.
            ─Entonces, tendría que ir a El Melocotón, pues dicen que el Diablo se pasea convertido en un elegante huaso, vestido de negro, en una carreta tirada por cuatro caballos del mismo color cerca de la medianoche, buscando las almas de quienes hicieron un pacto con él, y ofreciendo sus servicios a los que desean riquezas materiales. Si no lo encuentro en esta localidad, no importa, pues en San Gabriel, cerca de donde confluyen los ríos El Yeso y Maipo está el Puente del Diablo. La historia señala que el Señor Jesucristo… ¡él todo amor, el lindo!... caminó por la tierra, contemplando el cristalino río Maipo que fluía desde la cordillera hasta el mar por un precioso valle, pero el poder de su corriente no permitía que los humanos la cruzaran, así que no se le ocurrió nada mejor que llamar al Diablo para hacerle una apuesta, la cual consistía en echar una competencia para ver quién terminaba primero, ¡qué buena idea tuvo! El bueno y el malo (y a veces feo), comenzaron a trabajar, pero este último la hizo cortita, pescó una gigantesca roca y la chantó en las aguas cordilleranas. ¡Ya había un ganador!... Jesús, en cambio, pacientemente construyó un puente de hierro que más tarde fue conocido como El Puente de Cristo. Los lugareños hasta el día de hoy dicen que el mejor puente es este último, ¡pero qué diablos importa, si al final igual perdió! Ahora bien, si allí no lo encuentro, iré hasta El Volcán, pues me contaron que en este ex pueblo minero, también se pasea el Diablo en carreta.
            ─Oiga, pero no es necesario ir tan lejos si se quiere encontrar con el Cachu’o. Por el Camino del Cerro, que está trescientos metros más arriba de donde nos encontramos, se pasea. Yo, todas las noches escucho el crujido de las maderas de la carreta y unos sonidos de cadenas que se arrastran. Además, de los enloquecidos ladridos de los perros ─me dijo el vendedor con una sucia sonrisa.
            Contento por la información obtenida, no esperé más, así que pagué la cuenta y partí en busca del Maligno. Cuando ya llevaba medio kilómetro recorriendo el Camino del Cerro, me encontré con una anciana, a quien le pregunté si había visto al Demonio. Al escuchar esta palabra se inquietó, con un nudo en la garganta dijo que no y salió corriendo. Yo reí a carcajadas, y celebré la reacción de la vieja con un largo trago de vino. Al mezclar el tinto manjar con los trocitos de pan, carne, cebolla, pasa y aceituna que aún se encontraban entre mis dientes, me dieron ganas de comer la otra empanada. Así que introduje la mano en el bolsillo en donde la tenía guardada, pero no estaba. Se me había caído en el camino. Ya la había besado el Diablo como se dice. No quise retroceder para buscarla porque, no cabía duda, alguno de los perros, los mismos que le ladran al Diablo cuando éste se pasea por el sector, ya se la habría engullido.
            Continué mi viaje hasta llegar al final del Camino del Cerro en busca de algo extraño, pero no encontré nada que atrajera mi atención. Ante la frustración de mis expectativas, le pegué un gran sorbo al botellón y partí a buscar al Demonio  a un riachuelo,  ubicado al costado del camino que lleva a Lagunillas, y que muy pocos conocemos. Cuando por fin pude llegar a la orilla de las cristalinas aguas, me desnudé, y para evitar que mis prendas de vestir se mojaran, dejé cada una de ellas bien dobladitas sobre la más grande de las rocas que ornamentaban el paisaje. E inmediatamente empecé a llamarlo:
            ─¡Oh, Señor de las Tinieblas!, ¡Gran Satanás! ¡Te invoco! ─pero nada sucedió.
            ─¡Ya, po’, Mandinga!, ¡Cola ‘e Flecha!, ¡Príncipe de las Tinieblas, ven pa’ ca, poh! ¡Te estoy esperando!..., ¡te doy miedo!, ¿cierto?, ¡ven, poh! –le gritaba, mientras le chispeaba los dedos.
            ─¡Señor Oscuro, Satán, Demonio, Don Sata, ven pa’ acá!, ¡te meo! ─vociferaba, mientras orinaba en el cauce del río.
            Después de cada trago, lo llamé con cada uno de los nombres que a él hacen referencia:  Espíritu del Mal, Satanás, Tentador, Lucifer, Luzbel… mencioné más nombres que Oreste Plath en su libro Geografía del mito y la leyendachilenos, pero nada aconteció.
            ─¡Ven pa’ ca, pa’ ver quién e’ má’ choro poh, cochino culia’o!, ¡¿vo’ creí que te tengo miedo?! ─exclamaba, mientras hacía un Pato Yáñez.
            Hubo un momento en que creí ver en la otra ribera a un hombre de negro con características similares a la mías, pero lo atribuí a mi imaginación y al alcohol bebido que, dicho sea de paso, en ningún momento me curó o me borró. Sólo me envalentonó.
            Me aburrí de invocarlo, de manera que opté por secarme con los calzoncillos, (no había llevado toalla), y colocarme la ropa. Estaba sequita y yo, impecable:
            ─¡Diablo sapo y la conchetumare!, ¡me tení miedo!, ¡chao, culia’o!, ¡te paseo!
            Después de estas palabras, sentí que una extraña fuerza, que hasta el día de hoy no he experimentado ni creo volveré a experimentar jamás, me elevó por los aires durante unos  segundos y me empujó al río. Inmediatamente, salí del cauce con un acrobático salto en retroceso para ver cuál había sido la causa, pero créanme, nada ni nadie se encontraba a mi alrededor. Solo yo, de nuevo en pelota y con toda mi ropa rasgada río abajo.
            ─¡¡Oh, Diablo culi’ao me cagaste!!, ¡¡guajajajajaja!! –no pude evitar la carcajada.
            Aprovechando la abundancia vegetal, corté una  hoja de un desconocido árbol para abrigarme. Y así, cual Adán siendo expulsado del paraíso, me interné por un bosquecillo.
             Lo que ocurrió después no lo puedo relatar con precisión. Lo único que recuerdo es que corrí por largas horas, entre medio de oscuros y húmedos árboles, sumergiendo en el fango mis agotadas piernas y siendo rasmillado, rasguñado y arañado por espinosos arbustos, totalmente desorientado. Hubo un momento en que creí perderme para siempre. Nunca sabré dónde estuve. Pero por suerte, di con el Camino al Volcán cuando recién empezaba a oscurecer. Nunca me acuerdo de Dios, pero aquella vez le di las gracias por ayudarme a reencontrar esta conocida vía.
            Con mis escuálidos cachetes todos arañados, empecé a hacer de’o a  los automovilistas que bajaban, pero nadie me quiso llevar. Lo único que hacían era tocarme la bocina. Yo, por respeto, no les gritaba que mejor me tocaran la corneta.
             Exhausto, caminé hacia el centro de San José y, casi al llegar al paradero de la metrobús setenta y dos, pasé a mendigar un café cargado donde el empanadero.
            ─¿Y por qué viene vestido así?  ─me preguntó con una sarcástica sonrisa y ojos de huevo frito.
            ─Es que tropecé con una piedra y caí al río ─.Dije tiritando de frío─ ¡Ahhhh… ahhhchuuu!
            No quise contarle lo que realmente me había ocurrido para que no se burlara aun más de mí.
            ─¡Salud!

            ─¡Gracias!
            ─Parece que se resfrió, amigo mío. Oiga, ¿y se comió la otra empaná?
            ─¡No!, ¡no sabe ná! Se me cayó cuando iba por el Camino del Cerro.
            ─¡¡Guajajajajaja!!... amigo mío, fue el Diablo el que se la quitó… ¡¡guajajajaja!!
            ─¡¡Ahhhh… chuuu!!

            ─Escuche, ya comenzaron a ladrar los perros.

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