lunes, 19 de noviembre de 2018

La Plaza de Puente Alto en tres poemas de Erasmo Dominguez Santibañez







CON CUÁNTA TRISTEZA


Con cuánta tristeza evoco yo el tiempo
en que en estos campos era feliz.
Yo y mi esposa unidos aquí por el tiempo
que nos toco vivir.

Todo muy bonito yo iba viendo
si hasta el Raco viento me hacía feliz.
Era santiaguino, pero qué contento
me hacía el trencito trayéndome aquí.

Junto a mi señora venía contento
si a ella le gustaba venir siempre aquí.
Yo era dichoso cumpliéndole a ella
si ella era mi estrella aquí en mi vivir.

Siempre la recuerdo por este lamento
que yo voy sintiendo porque la perdí.
Y solo el recuerdo yo iba teniendo
aquí en esta plaza y hoy ya lo perdí,

El progreso avanza ya sin sentimientos
¡Ay cuánto yo siento venir hoy aquí!
En donde ya nada queda del recuerdo
que hace cuarenta años aquí yo viví.

¡Ay, mi plaza hermosa
dónde habrá quedado
ese árbol sagrado
que era para mí!
El único encanto que a ella me unía
Puente Alto, mi vida
Yo aquí
La perdí.


DE NUEVO

Aquí nuevamente me encuentro,
escribiendo a esta hermosa plaza que para mí murió.
 Tal vez si renazca con todo su orgullo,
mas lo que aquí hubo recuerdos ya son.
La verdad, Puente Alto ha cambiado mucho.
Ya no está el orgullo de esta región,
que era el trencito que paseó a los suyos
desde Plaza Italia a este sector.
Ya pronto aquí el Metro será realidad,
con el adelanto que es esplendor
y nuestra comarca que era huasteca
 ya vive el embrujo, 
la modernización.

En dónde quedaron pregunto angustioso
y nadie me dice lo que aquí pasó
con la hermosa plaza que era nuestro orgullo
y tantos recuerdos de amor escondió.

Para el que esto escribe
Es muy doloroso recordar 
la historia que aquí se escribió,
En donde mi esposa gritó con pena: 
"Mi esposo querido perdona el dolor.
Aquí me despido de ti como siempre,
diciendo que te amo con todo mi amor,
mas se va mi vida, pues tengo leucemia,
justo un mes me queda de estar junto a ti"

Por eso yo clamo en forma angustiosa
por qué pasan  cosas de tanto dolor.
El progreso avanza, llevando las rosas
Y esos mensajes tan llenos de amor.”

POR NO SABER


Por no saber de la vida, de lo que en la calle pasaba,
yo vivía preocupado tan solo de mi desgracia
Bastome salir un día  a mirar solo a la plaza
para saber las penurias de lo que la gente pasa.

Cómo cambió mi sentir al ver ahí la desgracia.
"Lo que yo tengo no es nada"
me dije y volví a casa
Con mi espíritu crecido al saber de la bonanza
con lo que Dios me premia aquí todas las mañanas.

Por eso al que camina y en muletas anda,
Yo les pido, por favor,dense una vuelta a la plaza
y verán que sus dolencias, incluidas las del alma
no son nada comparado con lo que hay en esa plaza.

El adulto mayor tiene un lugar en la plaza
desde donde mira al gentío que junto a su lado pasa.
Él piensa que esa plaza hace cincuenta años atrás
era sólo novedad ver cien personas o más.
Y ¡Orgulloso!, ya es ciudad, él piensa, en su interior.
Esto que era sector sólo de huasos no más
donde venía a topear
y mirar una pollera para llevarle a mi prenda
a San José o más allá.

¡Chitas, qué buena amistad vivíamos en esos tiempos!
Cuando todo era lento
en este centro rural
y hoy que es como capital
donde de todo encontramos
si hoy hasta los patos malos
 adornan este lugar.


miércoles, 7 de noviembre de 2018

IMÁGENES EVANESCENTES






Escritor: Eric Soto Lavín
Fotografía cedida por Edison Carreño Ulloa
 Nuestra Plaza ha cambiado. Indudablemente lo ha hecho. Para ella el paso de los años no ha sido en vano: las grietas en su rostro, aunque muchas veces disimuladas con sucesivos afeites y estucos, así lo demuestran. Y, de una u otra forma, todos nosotros hemos sido testigos de su continua transformación. Incluso ahora, en este preciso momento, la observo y veo que ella no es ya la misma de segundos previos. En mayor o menor grado, siempre ha sido así.
 La conocí hace treinta y cinco años en plena adolescencia, en el tiempo del Caos, y sólo una palabra bastaba para definirla en toda su integridad: «provinciana».
Más tarde, luego de testificar numerosas y continuas vejaciones hacia la población local, las poco imaginativas autoridades resolvieron desentenderse de ella; y las multitudes parecían esquivarla debido, tal vez, a las casi tangibles reminiscencias de un oscuro y autoritario bando que prohibía a la gente reunirse en grupos.
Por lo mismo, al no cumplir el objetivo primordial que definía su existencia como tal, poco a poco su rostro fue volviéndose deslucido y triste.
Y unos cinco años más tarde, al poco tiempo de radicarse mi familia en Puente Alto, una escena emerge rauda entre mis recuerdos:
Junto a mis padres, yo caminaba por el costado Sur de la Plaza.
— ¿Quieres un helado? —preguntó mi madre.
—Sí —dije de inmediato, con la ansiedad a flor de labios.
— ¿Y tú, Viejo? —preguntó enseguida a mi padre.
—Por supuesto —respondió él, y agregó—. Esas cosas no se preguntan.
Acto seguido, mi madre cruzó con despreocupación la calle del Guerrillero e ingresó al Oasis. Y un par de minutos más tarde, cruzando la calle casi con la cautela de alguien que camina por la cuerda floja por vez primera, regresó con tres voluminosos helados, todos multicolores en apariencia y sabor.
Y de inmediato los repartió entre nosotros. Ella sabía que el de pistacho y frutilla era mi preferido.
Después nos sentamos en uno de los escaños para disfrutar de los helados antes que éstos fuesen víctimas del calor reinante.
Al concluir mi helado, observé hacia el centro de la Plaza.
— ¿Papá?
— ¿Sí? ¿Qué sucede?                                                      
— ¿Son ciertas las historias del pingüino?
— ¿Pingüino? ¿Cuál pingüino? —preguntó él, volviéndose de improviso como si lo hubiese pillado in fraganti leyendo un ejemplar de aquella antigua revista erótica de idéntico nombre.
—Ése que venía a bañarse aquí, en la pileta de la Plaza...
— ¡Ah, ese pingüino! —exclamó ya más tranquilo—. Sí, es cierto.
— ¿Lo viste alguna vez?
—No, hijo. Eso ocurrió hace muchos años.
— ¿Y cómo lo sabes?
—Alguien me lo contó en la fábrica —y agregó—, creo que fue Jalisco.
— ¿Jalisco? —preguntó mi madre.
—Sí, él fue quien me contó aquella historia.
— ¿Y qué es de él? —preguntó enseguida mi madre, y ambos se enfrascaron en un tema que sólo ellos conocían.
Por lo mismo, yo volví mi vista hacia el centro de la Plaza, intentando infructuosamente atisbar hacia el pasado e imaginar al famoso e inquieto pingüino deambulando por uno u otro sitio y chapoteando en una imaginaria pileta.
Pero en dicho instante, toda aquella escena estalló en un millón de fragmentos y se desvaneció una vez más. Por un segundo fui nuevamente atrapado por mis recuerdos. Y aquella escena tan simple en apariencia, a excepción de la instintiva búsqueda del pingüino, se repitió en varias ocasiones pues en esa época había más tiempo para todo. Incluso para salir a pasear en familia, compartir un helado y simplemente charlar.
Aunque parece obvio decirlo, nada es eterno en nuestro mundo y los engranajes del tiempo, acicateados todavía por el impulso inicial, nunca dejan de girar. Y unos diez años más tarde todo cambió con el advenimiento de la democracia. La Plaza fue remodelada un par de veces y su apariencia cambió por completo. Se instalaron soberbios parterres que la hicieron realmente única y muchas veces, a pesar de las siempre impredecibles palomas, me senté en alguno de los escaños para observar la interesante dinámica que en dicho sitio se manifestaba a cada instante. No era demasiada la gente circulante y, por lo mismo, era posible observar todo el entorno con tranquilidad.
Y en muchas ocasiones llegué a pensar, no sin falta de fundamentos y pese a los conscriptos de cabellos e ideas cortas que todavía la infestaban durante los fines de semana, que la Plaza era lo único realmente atractivo de nuestra comuna y ciudad.
Sin embargo, lo más curioso de esta última remodelación fue que nadie advirtió la desaparición de aquella discreta lápida que, hace muchos años ya y en insípida ceremonia, había sido entregada a la ciudad por el Canal de Televisión Estatal, en plena década de los Setenta, debido al triunfo obtenido en una gymkhana comunal: el Zangandongo. Quizás fútil entretención de masas para un tiempo en el que era peligroso opinar y, mucho más, criticar a las autoridades.
Y los años transcurrieron uno tras otro, vertiginosos, y la Plaza siempre se mantuvo casi impertérrita. Sólo algún arreglo por aquí, un cambio de baldosas por allá, una mano de gato para alguna fecha importante, y nada más.
Y aunque nada tangible ahora se preserva de aquellos años, otra escena singular comenzó a materializarse de pronto ante mi vista:
—Sentémonos un momento —dijo mi padre.
— ¿Dónde? —pregunté.
—En aquel asiento —respondió, señalándolo.
—Bueno —asentí.
Aquella mañana habíamos ido al Banco a cobrar el cheque de su jubilación y él se veía algo cansado, ya no era el mismo de antes. Quizás la vida, de una u otra forma, ya comenzaba a pasarle la cuenta.
—Éste es mi asiento —dijo de pronto—. Cada jubilado tiene uno en esta Plaza.
— ¿En serio? —le pregunté, arqueando una ceja en clara señal de incredulidad.
—Sí —asintió con una sonrisa, y agregó—, aquí está mi nombre.
Y me enseñó el nombre que alguien, posiblemente con algún objeto filoso, había escrito en uno de los maderos. En efecto, aquél era su nombre: «Juan»
— ¿Ves? —me dijo.
Yo asentí entre divertido e incrédulo pues sabía que él no lo había escrito.
—Aquí me siento a descansar cada vez que paso por la Plaza —me dijo, y sonrió nuevamente.
— ¿Y por eso a veces se demora tanto en llegar a la casa? —le pregunté.
Él asintió mientras observaba con vivo interés a un joven de cabellos largos que, con aerosoles altamente tóxicos e hincado sobre el suelo, pintaba el rostro del Che Guevara sobre un antiguo disco de vinilo.
— ¿Vamos? —me dijo de improviso.
—Vamos —le respondí, y de inmediato iniciamos el regreso a casa.
Y, aunque nadie podría intuir en aquel entonces que toda aquella infraestructura tenía ya sus días contados, esta nueva escena también se desintegró en incontables fragmentos. Los puntos de referencia ya no existían y todo se difuminó con sorprendente rapidez.
Pero un par de años más tarde, el Metro anunció un día su estrepitosa llegada, y con éste vendría aparejada la modernidad. Aquella que todo lo arrasa sin cuestionarse nada ni perdonar a nadie.
Y la primera en sufrir las consecuencias fue nuestra Plaza. Las añosas encinas, que muchos todavía recuerdan con cierta desazón debido a la empalagosa resina que a diario precipitaba desde sus hojas en los meses de mayor calor, fueron salvajemente mutiladas y sus muñones —mudos testigos de una realidad ya muchas veces vista en otros lugares de nuestro país—, junto a las plantas y arbustos de menor envergadura, arrancados de cuajo por aquellas insensibles y articuladas bestias amarillas que, casi con inenarrable sadismo, siempre destruyen todo lo que encuentran a su paso. Y con las encinas también murieron sus respectivas dríades que, escondidas ante la vista de todos, nos hacían soñar y rememorar tiempos mejores cuando descansábamos a la sombra de tan exuberante follaje. Además, también desaparecieron las dos únicas palmeras, tropicales vestigios de una era ya olvidada de nuestra evolución, junto al pequeño busto de Manuel Rodríguez que, además, le daba con orgullo su nombre a la Plaza. Y después le tocó el turno a toda la obra gruesa de la misma, no salvándose ni el más humilde pedrusco puentealtino.
Pero aquello no fue visible ya para el común de los mortales que, tan cerca y tan lejos al mismo tiempo, simplemente transitaban a flor de superficie en las cercanías.
Pues, aunque fueron muy pocos los testigos de tal hecho, unas monstruosas manos mecánicas cercaron la Plaza para que ningún ojo humano pudiese ver los horrores que, uno tras otro, más tarde ahí se cometerían. Luego, aquellas mismas manos colocaron numerosos contenedores, uno encima de otro, en el pretérito borde de la Plaza. Y dos conspicuos carteles señalando: «Hombres Trabajando» y «No Hay vacantes».
Y a diario, muchos rostros tan anónimos como desconocidos se introdujeron subrepticiamente en aquella pretérita área de esparcimiento, y los habituales transeúntes de la Plaza sólo pudieron limitarse a escuchar los guturales y continuos lamentos de la tierra profanada, una y otra vez, por aquellas máquinas de foránea procedencia. Era indudable que ellas algo estaban construyendo bajo la Plaza, la misma que en aquel momento ya no existía.
Era el progreso, y esta vez había llegado para quedarse.
Y llegó el gran día de la inauguración.
Y la No-Plaza quedó finalmente al descubierto: ésta no era más que una extensión cuadrangular de cemento estéril, donde la única vegetación consistía en una hilera de palmeras que, al parecer, habían sido donadas graciosamente por el Regimiento antes que éste abandonara en forma definitiva nuestra comuna. Además, hacia el costado de la Avenida Principal, dos grotescas moles de acero pintadas de blanco señalaban dos de las entradas hacia el ferrocarril subterráneo. Junto a estas moles construyeron una caseta sanitaria para que, en caso que sea necesario, algunos pocos y urgidos transeúntes la utilicen de baño. Lo único malo es que no han faltado los desubicados que, una y otra vez, insisten en utilizarla a modo de ascensor para acceder a las instalaciones subterráneas del Metro.
Y nada más, a excepción de algunos focos a nivel de suelo que no tardaron en evaporarse.
¿Podrá llegar a tanto nuestra tolerancia?
¡Oh! En este preciso momento observo a un quiltro olisqueando al exterior de aquella caseta sanitaria y, en un dos por tres, levanta su pata para también dejar estampada su rúbrica sobre la Plaza.
Pero en la inauguración, la No-Plaza se llenó de sillas y fue cubierta parcialmente con un gigantesco toldo y, con bombos y platillos, junto a la guarida terminal del culebrón metálico también se entregó esta nueva infraestructura a la comunidad para su completo e íntegro regocijo.
Muchos halagos y comentarios se escucharon acerca de la modernidad de la No-Plaza, pero lo cierto es que no había plantas ni sitio alguno donde descansar un breve instante, y el sol daba de pleno en ella a mediados del verano.
Tiempo después, dando la espalda al costado Norte y emergiendo desde un pasado casi colonial, apareció el Anomo: un jinete sin rostro que, al observar los insólitos cambios acaecidos en la Plaza, la misma que un día muy lejano él conoció y visitó en más de alguna ocasión, sólo atinó a convertirse en piedra junto a su imponente cabalgadura. Tal había sido su asombro, un asombro que indudablemente fue el definitivo.
Y fue entonces cuando alguien muy perceptivo intuyó que era menester colocar modernos asientos y uno que otro bisoño arbolillo sobre aquella casi infecunda superficie.
Y así se hizo.
Y la gente comenzó paulatinamente a acostumbrarse a la No-Plaza.
E incluso algunos comenzaron a sentirse orgullosos de ella, de su modernidad y de su estilo tan similar a otras del viejo y decadente continente europeo.
Pero en esta nueva remodelación, tan fría e impersonal, ya no habría espacio para los gratos recuerdos, pasados ni futuros.
Después de casi un año transcurrido, al acercarse las festividades de fin de año, alguna desconocida autoridad decidió que sería adecuado darle color a la Plaza (perdón, la No-Plaza) e hizo colocar una gran cantidad de maceteros con pequeños pinos que, además, impedían que la gente circulara a través de ella. También colocaron un pesebre de tamaño natural para conmemorar alguna fiesta religiosa, pero todo esto duró menos que un suspiro.
Y los nuevos arbolillos estaban a regañadientes mostrando ya un incipiente verdor, clara señal de su enraizado definitivo.
Sin embargo, no todo concluyó en aquel momento pues una nueva remodelación estaba en ciernes.
Basándose en incontables experiencias previas, algunos lugareños llegaron a pensar que, estando en aquel momento todo listo y entregado, vendrían los ágiles funcionarios de Aguas Andinas para cambiar los ductos de los desagües o, en su defecto, los audaces de la Compañía de Teléfonos habían resuelto instalar un insospechado tendido subterráneo de fibra óptica. Pero todos ellos se equivocaron en esta ocasión pues, al parecer, alguna otra autoridad también deseaba dejar sus huellas sobre la Plaza: quizás la rúbrica definitiva, la que se distingue y prevalece ante ojos primerizos o muy poco observadores.
Los nuevos trabajos comenzaron de un día para otro: una mano invisible, quizás una burda reminiscencia de aquel pretérito y gigantesco brazo articulado, colocó una empalizada sobre el costado Este de la Plaza. Luego, infatigables obreros comenzaron a descargar una increíble cantidad de piedras y arena por todos lados. Y las escaleras que invitaban al centro de la Plaza fueron reemplazadas de inmediato por rústicas rampas de adoquines donde, poco más tarde y a trastabillones, los jubilados debían bajar corriendo cuando eran afectados por el desnivel. Enseguida, aparecieron unos rústicos y gigantescos maceteros cilíndricos diseminados sobre la Plaza, en apariencia (aunque esto no se advirtió al principio) siguiendo un plan preconcebido. Y, dentro de los mismos, aparecieron unos pocos arbustos raquíticos que, en su intrínseca porfía, todavía no muestran su esperable verdor.
Y tras la empalizada comenzaron a construirse unas altas estructuras metálicas que, en un día de inclemente lluvia, indudablemente protegerán menos que los paraderos del Transantiago. Desde un principio, aquello se perfilaba más que evidente.
Además, colocaron numerosos y tradicionales escaños siguiendo los bordes de dicha estructura, para que la palomas, que a diario se instalen sobre las varillas superiores, pudiesen practicar su puntería a insano y perverso placer. Aunque tal ha sido la tónica dentro de muchos ámbitos de nuestra sociedad, la Ley del Gallinero se manifestará a plenitud y a vista y paciencia de todos.
Para el lado Sur de la Plaza amontonaron todos los modernos asientos hacia el centro de la misma, intercalando entre ellos numerosos jardines enrejados. Y todos los transeúntes que con urgencia se han visto obligados a pasar por allí, en especial durante las tardes de insistente lluvia, han sentido una angustia de Minotauro tratando de escabullirse desde aquel laberinto. Por lo menos, así lo percibí una vez en carne propia durante una tarde de invierno. E incluso es posible que muchos de aquellos incautos se hayan extraviado para siempre, y nunca más tengamos la posibilidad de verlos en algún otro lugar. Indudablemente, gracias a tan desquiciado diseño, en aquel sitio todo es posible.
Provista de una miríada de invisibles seudópodos, la empalizada comenzó a desplazarse. Primero hacia el costado Norte de la Plaza y luego hacia el Oeste, y la estructura metálica continuaba su espontánea y oculta generación tras ella, virtual producto de mil inquietas manos tejedoras que ahí se dieron cita.
Aquello es lo que a simple vista puedo atestiguar, mientras intento alejarme de todos aquellos sujetos en clara actitud sospechosa que, de repente y en todo momento, ahora merodean sobre la Plaza en busca de alguna ocasional víctima para desplumar.
Y ahora vienen las acostumbradas elecciones municipales.
Si esta vez gana el cambio, ¿traerá la nueva autoridad una aplanadora, o será menester tan sólo una minúscula escoba?
En fin, aunque el previsible y saludable cambio se retarde una o dos elecciones, nuestra Plaza seguirá cambiando. Indudablemente lo hará. Siempre. Y para ella el paso del tiempo nunca será en vano. Algún día, cuando todos nosotros seamos festín de hambrientos gusanos tercermundistas, otros atestiguarán cada posterior transformación que, en simple extrapolación, no siempre será para mejor.
Cuento 104 © Julio de 2008.
Revisión 2 (19 de Junio de 2009).

jueves, 13 de septiembre de 2018

GUITARRÓN SATÁNICO










Escritor:  Jota Jota Conus
Artista visual: Aclicio Peralta Oyarce

  A Julio Arancibia O. y Jorge  Céspedes Romero “El Manguera”
Aquel día, partí con mi botellón de vino tinto al Cajón del Maipo, para ver qué tan ciertas eran las historias que se relataban sobre el Diablo.
Cuando llegué al último paradero de la metrobús setenta y dos en San José, descendí de la micro e inmediatamente me dio la bienvenida un delicioso olor a pino, el cual guio mis pasos hacia el puesto de comida desde donde provenía tal efluvio. Una vez ahí, compré un par de picantes empanadas hechas en horno de barro.
Suelta la lengua a causa del alcohol, y después de zamparme una de éstas, me puse a conversar con el vendedor:
─Oiga, ¿sabe qué?, ando buscando al Diablo. Primero iré a El Toyo, sector en donde, según cuenta la leyenda, a principios del siglo diecinueve, el maligno personaje dejó su huella en un lugar que hoy es conocido como la Pata del Diablo. La hizo cuando salió arrancando de la Madre Superiora, luego de que ésta, le arrojara agua bendita, al sorprenderlo en una de las habitaciones del convento que había en aquel entonces, seduciendo a una hermosa novicia. El problema es que nunca más se le volvió a ver, así que es poco probable que lo encuentre, pero de todas maneras…
            ─Hay varias versiones sobre el origen de la Pata del Diablo ─me interrumpió el locatario─. Una de ellas cuenta que un hombre llamado Juan, hizo un pacto con el Cachu’o. Una mina de oro y una vasija con un vino interminable fueron las primeras peticiones. La última, antes de entregar su alma en forma definitiva, fue la construcción de un puente en la Noche de San Juan que le sirviera como vía para dejar todas las pertenencias, que tenía cuando era pobre, al otro lado del río. El Cachu’o accedió a este último deseo, pero no pudo terminar el puente, ya que al comenzar a trabajar, se encontró con cruces de madera, enterradas la noche anterior por el mismo Juan, en cada lugar que iba siendo excavado, las cuales, como comprenderá, retrasaron la tarea. De esta manera se vio sorprendido por el alba, y no le quedó otra que salir arrancando con un impulso que dejó la marca de un pie. Una huella. Esta historia, tal como la que me contó, dice que tampoco se le volvió a ver por allí.
            ─Entonces tendría que ir a El Melocotón, pues dicen que el Diablo se pasea convertido en un elegante huaso vestido de negro, en una carreta tirada por cuatro caballos del mismo color cerca de la medianoche, buscando las almas de quienes hicieron un pacto con él, y ofreciendo sus servicios a los que desean riquezas materiales. Si no lo encuentro en esta localidad, no importa, pues en San Gabriel, cerca de donde confluyen los ríos El Yeso y Maipo, está el Puente del Diablo. La historia señala que el Señor Jesucristo… ¡él todo amor, el lindo, precioso!... caminó por la tierra, contemplando el cristalino río Maipo que fluía desde la cordillera hasta el mar por un precioso valle, pero el poder de su corriente no permitía que los humanos la cruzaran, así que no se le ocurrió nada mejor que llamar al Diablo para hacerle una apuesta, la cual consistía en echar una competencia para ver quién terminaba primero, ¡qué buena idea tuvo! El bueno y el malo (y a veces feo), comenzaron a trabajar, pero este último la hizo cortita, pues  pescó una gigantesca roca y la chantó en las aguas cordilleranas. ¡Ya había un ganador!... Jesús, en cambio, pacientemente construyó un puente de hierro que más tarde fue conocido como El Puente de Cristo. Los lugareños, hasta el día de hoy, dicen que el mejor puente es este último, ¡pero qué diablos importa, si al final igual perdió! Ahora bien, si allí no lo encuentro, iré hasta El Volcán, pues me contaron que en este ex pueblo minero, también se pasea el Diablo en carreta.
            ─Oiga, pero no es necesario ir tan lejos si se quiere encontrar con el Cachu’o. Por el Camino del Cerro, que está trescientos metros más arriba de donde nos encontramos, se pasea. Yo, todas las noches, escucho el crujido de las maderas de la carreta y unos sonidos de cadenas que se arrastran. Además de los enloquecidos ladridos de los perros ─me dijo el vendedor con una sucia sonrisa en donde refulgía un brillante diente de oro.
            Contento por la información obtenida, no esperé más, así que pagué la cuenta y partí en busca del Maligno. Cuando ya llevaba medio kilómetro, recorriendo el Camino del Cerro, me encontré con una anciana, a quien le pregunté si había visto al demonio. Al escuchar esta palabra se inquietó, con un nudo en la garganta dijo que no y salió corriendo. Yo reí a carcajadas y celebré la reacción de la vieja con un gran trago de vino. Al mezclar el tinto manjar con los trocitos de pan, carne, cebolla, pasa y aceituna que aún se encontraban entre mis dientes, me dieron ganas de comer la otra empanada. Así que introduje la mano en el bolsillo en donde la tenía guardada, pero no estaba. Se me había caído en el camino. Ya la había besado el Diablo como se dice. No quise retroceder para buscarla porque, no cabía duda, alguno de los perros, los mismos que le ladran al Diablo cuando éste se pasea por el sector, ya se la habría engullido.
            Continué mi viaje hasta llegar al final del Camino del Cerro en busca de algo extraño, pero no encontré nada que atrajera mi atención. Ante la frustración de mis expectativas, le pegué un gran sorbo al botellón y partí a buscar al Demonio  a un riachuelo que está ubicado al costado del camino que lleva a Lagunillas, y que  muy pocos puentealtinos conocemos. Cuando por fin pude llegar a la orilla de las cristalinas aguas, me desnudé, y para evitar que mis prendas de vestir se mojaran, dejé cada una de ellas bien dobladitas sobre la más grande de las rocas que ornamentaban el paisaje, e inmediatamente empecé a llamarlo:
            ─¡Oh, Señor de las Tinieblas! ¡Gran Satanás! ¡Te invoco! ─pero nada sucedió.
            ─¡Ya, po’, Mandinga! ¡Cola ‘e Flecha! ¡Príncipe de las Tinieblas, ven pa’ ca, poh! ¡Te estoy esperando!..., ¡te doy miedo!, ¿cierto?, ¡ven, poh! –le gritaba, mientras le chispeaba los dedos.
            ─¡Señor Oscuro, Satán, Demonio, Don Sata, ven pa’ acá!, ¡te meo! ─vociferaba, mientras orinaba en el cauce del río.
            Después de cada trago, lo llamé con cada uno de los nombres que a él hacen referencia: Belcebú, Espíritu del Mal, Satanás, Patas de Lija, Tentador, Lucifer, Luzbel, Colu’o,  Malulo, Patas Verdes, Diantre, Caballero Negro, Patas de Hilo, Azufrado, Cola de Bayeca, Catete, Racucho, José Arnero… mencioné más nombres que Oreste Plath en su libro Geografía del mito y la leyenda chilenos y que Sonia Montecinos en su Mitos de Chile.
            ─¡Ven pa’ ca, pa’ ver quién e’ má’ choro poh, cochino culia’o!, ¡¿vo’ creí que te tengo miedo?! ─exclamé, mientras hacía un Pato Yáñez.
            Hubo un momento en que creí ver, en la otra ribera, a un hombre vestido de negro con características similares a la mías, es decir, alto, delgado y con una delicada y suave tez marfileña, pero lo atribuí a mi imaginación y al alcohol bebido que, dicho sea de paso, en ningún momento me curó o me borró. Sólo me envalentonó.
            Me aburrí de invocarlo, de manera que opté por secarme con los calzoncillos, (no había llevado toalla), y colocarme la ropa. Estaba sequita y yo, impecable:
            ─¡Diablo sapo y la conchetumare!, ¡me tení miedo!, ¡chao, culia’o!, ¡te paseo!
            Después de estas palabras, sentí que una extraña fuerza que hasta el día de hoy no he experimentado, ni creo que volveré a experimentar jamás, me elevó por los aires durante unos  segundos y me empujó al río. Inmediatamente, salí del cauce con un acrobático salto en retroceso para ver cuál había sido la causa, pero créanme, nada ni nadie se encontraba a mi alrededor. Solo yo, de nuevo en pelota, y toda mi ropa rasgada, siendo arrastrada río abajo.
            ─¡¡Oh, Diablo sapo culi’ao y la conchetumare, me cagaste!!, ¡¡guajajajajaja!! –no pude evitar la carcajada.
            Aprovechando la exuberancia vegetal de mi entorno, corté una  hoja de un desconocido árbol para abrigarme. Y así, cual Adán, siendo expulsado del paraíso, me interné por un bosquecillo.
             Lo que ocurrió después, no lo puedo relatar con precisión. Lo único que recuerdo, es que corrí por largas horas, entre medio de oscuros y húmedos árboles, sumergiendo en el fango mis agotadas piernas y siendo rasmillado, rasguñado y arañado por espinosos arbustos, totalmente desorientado. Hubo un momento en que creí perderme para siempre. Nunca sabré dónde estuve. Pero por suerte, cuando recién empezaba a oscurecer, di con el Camino al Volcán. Nunca me acuerdo de Dios, pero aquella vez le di las gracias por ayudarme a reencontrar esta conocida vía.
            Con mis escuálidos cachetes todos arañados, empecé a hacer de’o a todos los automovilistas que bajaban, pero nadie me quiso llevar. Lo único que hacían, era tocarme la bocina. Yo, por respeto, no les gritaba que mejor me tocaran la corneta.
             Exhausto, caminé hacia el centro de San José, y casi al llegar al paradero de la metrobús setenta y dos, pasé a mendigar un café cargado donde el empanadero.
            ¿Y por qué viene vestido así?  ─me preguntó con una sarcástica sonrisa y ojos de huevo frito.
─Es que tropecé con una piedra y caí al río  ─dije tiritando de frío. No quise contarle lo que realmente me había ocurrido, para que no se burlara aun más de mí–. ¡Ahhhh… ahhh chuuu!
─¡Salud!
─¡Gracias!
─Parece que se resfrió, amigo mío. Oiga, ¿y se comió la otra empaná?
            ─¡No!, ¡no sabe ná! Se me cayó cuando iba por el Camino del Cerro.
            ─¡¡Guajajajajaja!!... amigo mío, fue el Diablo el que se la quitó… ¡¡guajajajaja!!
            ─¡¡Ahhhh… chuuu!!
            ─Escuche, ya comenzaron a ladrar los perros.

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Por picarme a  choro con el Diablo, contraje una fulminante neumonía , que me tumbó en la cama, por dos largos y provechosos meses. En uno de los breves momentos de lucidez, permitidos por los constantes delirios febriles que me acompañaron durante los primeros días, recordé haber leído que el gran grupo Queen, canceló su gira el año setenta y cuatro, a causa de la hepatitis que sufrió  Brian May, enfermedad que lo llevó a hospitalizarse, y que este virtuoso guitarrista aprovechó  para componer  la canción Now I´m here (con la Red Special en manos, obviamente). Siguiendo, en parte, este  ejemplo, yo, ni tonto ni perezoso, con mi guitarrita eléctrica y con la acústica también,  me dediqué a sacar los cien mejores solos de la historia del rock, según la revista Guitar world. De esta manera, en una semana, ya me sabía de memoria, mirando todo el rato hacia el techo, y cuando no, con los ojos cerrados: Stairway to heaven, Comfortably numb, All along the watchtower, November rain, Hotel California, Crazy train, Layla, Highway star, Bohemian Rhapsody, Sultan of the Swing, Aqualung, Brighton Rock… y ochenta y ocho otros solos más… los saqué todos en un mes, y a la perfección. “¡Soy un genio!” me dije, y seriamente pensé  tocarlos en la locomoción colectiva, y dedicar mi vida laboral a ello, para dejar por siempre, mi trabajo como profesor frustrado. Pero antes tenía que resolver una deuda pendiente con el demonio.
            Debía idear un proyecto para vencerlo, de tal forma que me instruí con todo lo referente que  hay, sobre la relación existente entre Satanás  y los instrumentos de cuerda. Gracias al celular  con plan libre de internet, que me obsequió mi mamita,  ahondé en la visita que en sueños realizó el Cola de Flecha a Giusseppe Tartini, quien, después de diversas peticiones,  lo desafió para que tocara una pieza musical, que el maligno personaje ejecutó de  manera magistral y que el músico, una vez despierto, trató de imitar, pero que jamás llegó a igualar, en una composición que tituló bajo  el nombre de  La Sonata para violín en sol menor, más conocida como  “La sonata del Diablo” o “El trino del Diablo”;  en el pacto que hizo la madre de Niccolo  Paganini, cuando éste tenía cinco años,  para convertirlo en el  mejor violinista  de la historia, y en la  otra versión existente, la cual señala que fue él mismo, quien personalmente le hizo esa petición al Señor Oscuro a cambio de su alma. También logré  viajar por google maps hasta  el cruce de la actual autopista sesenta y uno con la cuarenta y nueve en Clarksdale,  Missisipi,  lugar donde Robert Johnson se juntó con Don Sata para venderle su alma y convertirse en el blusero más grande del mundo.
Y así, fui nutriendo mis conocimientos con el  Don Chosto. Guitarronero de Pirque de Jorge Mercado, documental que aparece en  youtube, con La Poesía Tradicional Popular Chilena del Manguera, que es posible encontrar en la Revista Chilena de Literatura, disponible en google, pero que yo compré personalmente al Manguera, y que,  junto con  El Diablo guitarrero de Horacio Pacheco y la joyita, conocida como Los cantores populares chilenos de Antonio Acevedo Hernández, pedí a mi vieja que me los llevara para la posta, pues  era la única que me iba a ver y quien llevaba todo lo que pedía. Si me pusiera a relatar todo lo que aprendí, este sería un cuento de nunca acabar, transformándose en una novela infinita, por ende, queridísimo y paciente lector, digo a usted, sin nota a pie de página alguna, que a su entera disposición, se encuentra gran parte de los textos y videos que estudié, en el blog Literatura sobre La Provincia Cordillera de Jota Jota Conus, en donde podrá conocer al Tarifeño, Tarimbeño o Tarisfeño. Mi maestro, mi tutor, el loco que venció al diablo; al Mulato Taguada, que dicen, se ahorcó con las cuerdas de su guitarra, luego de que Javier de La Rosal lo venciera, después de preguntarle por saberes que solo la lectura de libros podían responder. De manera que estudié, estudié y estudié, día y noche, noche y día, para vencer al demonio. Leí, leí, escribí, escribí, guitarreé, guitarreé, leí, leí y volvía a leer, a escribir y a guitarrear. Cuando ya  me sentí listo, concluí que podía vencer al demonio de una deteminada manera y  grité, despertando a todo el Sótero del Río: “¡El guitarrón satánico será mío! ¡Mío! ¡Y de nadie más!”, así que, abusé de la visita dominical.
            ─¿Cómo estás? −preguntó mi viejita linda en aquella ocasión.
            ─¡Aburridísimo! ─le respondí, con los brazos cruzados y el ceño fruncido.
            ─¿Y qué podemos hacer, mi hijito? ─me preguntó, muy acongojada.
            ─¡Cómprame un guitarrón chileno! ─le ordené enérgicamente.
            ─¡No se diga más! ─gritó mi vieja, dio media vuelta y se fue.
            Y al día siguiente, a primera hora,  ya estaba conmigo este fabuloso instrumento de cuerdas, originario de Pirque. Y por un largo mes, me dediqué a ejecutarlo, sacando más de cuarenta toquíos, para complementar las décimas espinelas que me salían como cerillas de los oídos… sí,  así de fácil.
Cuando por fin mejoré, y pude salir del hospital,  fui altiro a la verdulería por un poco de comida, y al lado de ésta, por un par de cuetes, luego a la farmacia con la receta del doctor, para comprar dos botellones de tinto, y enseguida partí, hecho un peo, a Pirque, en la última Metrobús ochenta que salía esa noche para encontrar al Diablo y darle su merecido. Pero esa vez no bebí ni una gota de alcohol en el viaje, pues quería encontrármelo lúcido. De manera que, en todo momento, los botellones estuvieron fondeados en la funda del guitarrón y éste, siendo lisonjeado  a cada instante por mis callosas manos. Cuando la micro llegó a a Santa Rita, descendí de ella, y empecé a caminar kilómetros  y kilómetros  por la  tierra donde nació el autor del contrapunto del Diablo con Jesús, Liborio Salgado,  de quien se dice  que payó con el mismo Demonio,  a plena noche, en pleno campo, hasta que encontré una piedra partida en dos  que sirvió para sentarme a esperarlo. Ya había caminado harto. Caleta. Allí esperé por horas y horas, incluso  pude dormir  un buen rato. Cuando desperté, no había nada, nadie ni nadien. Pensé que  no se presentaría. Ya iba  a volver a Puente Alto, creyendo que todo lo ocurrido en el Cajón del Maipo había sido una invención mía, solo atribuida al exceso de alcohol y a nada más… pero al girar mi cabeza pude darme cuenta de que ante mí,  estaba él.
Yo esperaba a un huaso bonito y elegante para la ocasión, pero, en cambio,  se presentó ante mí, la formidable figura de un  gran macho cabrío con su guitarrón chileno y un par de chuicas. De la nada, sacó una silla de madera y se sentó en ella. Tal fue mi admiración cuando descubrí que, más encima, era zurdo, el inmundo. Así de choro. Ante este atrevimiento,  agarré mi instrumento musical, lo comencé a rasguear  y, sin preámbulos, empecé a cantar:
Hola, te estaba esperando,
como sabes más por viejo
vo’ cachái desde muy lejos
en cuál parada es la que ando.
De aquí saldrás lloriqueando
por enfrentar a mi mente.
Desgraciado delincuente,
vil, sucio y ruin animal,
tú que siembras tanto mal,
quemando en vida a la gente.

Su réplica no se hizo esperar:

No te quieres presentar,
veo que eres muy poco hombre,
pero qué me va a importar
si ya sé cuál es tu nombre.
Yo lo haré aunque no te asombre:
soy tu Majestad, el Rey.
Cuanto digo y hago es ley,
por eso anda con cuidado,
pues por envalentonado,
esta noche te haré gay. 

              Pero yo no me quedaba atrás:

Escucha bien, Satanás,
hoy obtendré honor y gloria,
quedando escrito en la historia,
quién de los dos sabe más.
Pues para payar soy un as
y te lo demostraré.
La victoria aseguré,
leyendo y tocando duro,
así que ten por seguro
que pronto al palo te haré.

Ante esto, él respondió inmediatamente:

Veo que buscas la Gloria,
 mas hace rato fue mía,
 al igual que su gran tía,
 la señora Victoria.
  Grábatelo en la memoria
 hasta que llegue tu muerte,
 que para tu mala suerte,
 sigue veloz su camino
 y es tu vida su destino,
por más que te hagái el fuerte.

            Yo no me quedaba atrás y al observar la desbordada manera que tenía de beber alcohol, le respondí:


Soy payador puentealtino,
a la altura de El Manguera,
pues yo le gano a cualquiera
que se cruce en mi camino.
Suelta la chuica de vino
que abusar de él hace daño.
Te lo dice quien por años
ha destrozado a Dionisio.
Cuida que no sea un vicio,
ten, mejor fúmate un caño.


Y así fueron pasando horas y horas entre trago y trago, entre chuica y chuica… el cabrón no sé de dónde sacó una tercera y   una cuarta. Bebíamos y bebíamos, eso sí, yo con mucho cuidado para no nublar mi mente… y por más que nos echábamos la choriá, ninguno cedía. Hasta que decidimos llegar a las cuartetas redondas. Y, por supuesto, más empinábamos el codo entre una y otra, pues la extensión de esta, evidentemente es más corta que la décima espinela, lo cual nos permitía tomar más y más tinto:

Si no sabes sería el colmo:
di quién es el creador,
¡quiero el nombre del señor
que hizo Las peras del olmo!
           
            A lo que él, como un rayo respondió:

Tu ingenio no tiene brillo,
no faltaba nada más:
su nombre es Octavio Paz.
Responderte fue sencillo.

            La situación era preocupante, pero yo no me quedaba callado:

Te las das de ultrapulento,
ahora quiero saber,
cómo puedo conocer
los astros del firmamento.

            El muy pillo esto cantó:

Con una maniobra bella,
solo acércame tus pasos,
que de un gran guitarronazo,
verás todas las estrellas.

Ante tales salidas, yo no quise arriesgarme más, pues muy pronto a  él le tocaría  interrogarme. Nunca he sido amigo de los clichés, pero se dice que “Más sabe el Diablo por viejo que por Diablo” y no iba a ser que al pasar al ataque con sus complicadas preguntas, me pusiera en graves aprietos y me venciera, tal cual  lo hizo el culto latifundista Javier de la Rosa con el Mulato Taguada, cuando aquel le pidió respuestas obtenidas de libros y  que el Invencible no pudo satisfacer, debido al escaso conocimiento que manejaba sobre éstos.  Y entretejiendo  esta información con  el documental Don Chosto Ulloa. Guitarronero de Pirque  del insigne Jorge Mercado, la recopilación y transcripción titulada El Diablo  guitarrero de Horacio Pacheco,  el libro que hizo el poeta popular y payador puentealtino, Jorge Céspedes Romero, (poco y nada en comparación con todo lo que sabía mi contrincante, según la sabiduría popular, claro está) decidí recurrir de inmediato al canto a lo divino para salvarme:

Ordena tu despedida
el hijo del carpintero.
Ya te tirita el guargüero,
pues dejarás esta vida.
Ya la bestia fue abatida
en el nombre de Jesús,
el que es divina luz
y perdona los pecados,
además  nos ha inspirado
la postura de la cruz.
                                                          
            Y  frente a él, hice la sacrosanta maniobra.
El Diablo al percatarse de que ante él estaba la mismísima postura de la cruz, de la cual tantas veces había escapado, se levantó de su asiento y dio media vuelta, pero como yo ya había leído que éste, o se reventaba para volver a aparecer más adelante o bien, apretaba cachete altiro, agarré su silla  y con la misma le di en la cabeza, dejándolo aturdido, seminconsciente, en el suelo, así que para llegar a la inconsciencia absoluta, con el guitarrón de mi viejita linda,  empecé a rematarlo. No satisfecho con esta acción, pues veía que aún respiraba, agarré las chuicas vacías para darle más duro. Ahí la bestia se acordó de su creador, y me pidió que, por Diosito, no siguiera masacrándolo. Pero yo, y mi choreza puentealtina,  no tuvo piedad  con él. Saqué todas las cuerdas de mi guitarrón, las veinticinco, las junté y me instalé sobre el lomo del animal, para rodear con ellas su cuello, a fin de estrangularlo. Con todas mis energías apreté, apreté y apreté, hasta que la sangre salió  a borbotones. Ante esto, comencé a chupetear y lengüetear en toda su extensión la larga herida del cabrón, sin aplicar aliño,  pues ya iba a tener el tiempo suficiente para preparar el satánico manjar    con la cebolla, el ajo, el cilantro, el merquén y el kilo de limones que había llevado para la ocasión. Y mientras recordaba El encuentramiento de Juan Radrigán, −texto dramático en donde  el payador Genaro dice  que el Mulato Taguada se ahorcó con las cuerdas de su guitarra, después de ser humillado por Javier de la Rosa− apliqué un último chupón con  las penúltimas fuerzas de flaqueza que iban quedando, hasta que por fin  la bestia quedó abatida. 
            Después,  con las aceradas cuerdas,  extraje el pelaje del macho cabrío. Una vez que estuvo completamente desnudo,  con el mismo brazo del guitarrón, que se desprendió cuando le asesté los golpes en su cabeza, lo atravesé por el culo, mientras probaba kilos y kilos de un fortificante ñachi, que me dieron las energías suficientes para decapitar, de una vez por todas, al famoso chivato, arrancar sus cuernos, y servirme en uno de ellos, un Casillero del Diablo y en el otro, un Clos de Pirque.  Luego de esto,   con los pedazos de madera, que quedaron tirados por el campo pircano, preparé una grandiosa fogata que alimenté con la leña esparcida por el sector, y me dediqué a asar un tremendo   trozo de carne.
                        Como se pudo apreciar, yo me consagré a la transcripción, análisis e interpretaciones de las leyendas, a tocar guitarra eléctrica, acústica y guitarrón chileno, a la invención de décimas espinelas y cuartetas, mientras estuve enfermo, y con esto, reafirmo que gracias al estudio, y solo gracias a él, logré derrotar al mal que imperaba sobre la Tierra. Que me digan que el gran Chosto Ulloa  sabía miles y miles de historias bíblicas de memoria y que pasaba examinándolas y descifrándolas. Que me lo digan. Él es más grande que yo. Un sabio. No lo niego. Pero no sabía leer ni escribir. Era analfabeto, en cambio yo, gracias al estudio de las letras, tengo en mi poder el guitarrón satánico. Mi trofeo. Solo mío. De nadie más. Y ante esto, no me quedó otra que celebrar   mi gran proeza, por medio de la palabra:
Brindaré por mi locura,
pues supo vencer al mal,
me hace un tipo especial
y nace de la lectura.
Al Diablo le dio amargura,
mandándolo  al otro mundo.
Reinar deseaba  el inmundo,
pero se encontró conmigo
y tuvo un fuerte castigo
en este pircano fundo.
                       
Y aquí estoy, escribiendo en mi celular  lo ocurrido  (queda cinco por ciento de batería), mientras me como el azufrado asadito.  Se me había olvidado que esta bestia despide ese hedor. Solo preparé la mitad. Nada más. La otra  me la llevo para la casa, pues mañana, quiero hacer un jugoso estofado con pebre cuchareado, y pasado mañana, una cazuelita para compartir con mi viejita linda… ¡esa es!, así que… ¡salud, mierda! ¡Salud!