Escritor: Eric Soto Lavín
Fotografía cedida por Edison Carreño Ulloa
Fotografía cedida por Edison Carreño Ulloa
Nuestra Plaza ha cambiado. Indudablemente lo
ha hecho. Para ella el paso de los años no ha sido en vano: las grietas en su
rostro, aunque muchas veces disimuladas con sucesivos afeites y estucos, así lo
demuestran. Y, de una u otra forma, todos nosotros hemos sido testigos de su
continua transformación. Incluso ahora, en este preciso momento, la observo y
veo que ella no es ya la misma de segundos previos. En mayor o menor grado,
siempre ha sido así.
La
conocí hace treinta y cinco años en plena adolescencia, en el tiempo del Caos,
y sólo una palabra bastaba para definirla en toda su integridad: «provinciana».
Más tarde, luego de testificar numerosas y
continuas vejaciones hacia la población local, las poco imaginativas
autoridades resolvieron desentenderse de ella; y las multitudes parecían
esquivarla debido, tal vez, a las casi tangibles reminiscencias de un oscuro y
autoritario bando que prohibía a la gente reunirse en grupos.
Por lo mismo, al no cumplir el objetivo
primordial que definía su existencia como tal, poco a poco su rostro fue
volviéndose deslucido y triste.
Y unos cinco años más tarde, al poco tiempo
de radicarse mi familia en Puente Alto, una escena emerge rauda entre mis
recuerdos:
Junto a mis padres, yo caminaba por el
costado Sur de la Plaza.
— ¿Quieres un helado? —preguntó mi madre.
—Sí —dije de inmediato, con la ansiedad a
flor de labios.
— ¿Y tú, Viejo? —preguntó enseguida a
mi padre.
—Por supuesto —respondió él, y agregó—. Esas
cosas no se preguntan.
Acto seguido, mi madre cruzó con despreocupación
la calle del Guerrillero e ingresó al Oasis. Y un par de minutos más tarde,
cruzando la calle casi con la cautela de alguien que camina por la cuerda floja
por vez primera, regresó con tres voluminosos helados, todos multicolores en
apariencia y sabor.
Y de inmediato los repartió entre nosotros.
Ella sabía que el de pistacho y frutilla era mi preferido.
Después nos sentamos en uno de los escaños
para disfrutar de los helados antes que éstos fuesen víctimas del calor
reinante.
Al concluir mi helado, observé hacia el
centro de la Plaza.
— ¿Papá?
— ¿Sí? ¿Qué sucede?
— ¿Son ciertas las historias del pingüino?
— ¿Pingüino? ¿Cuál pingüino? —preguntó él,
volviéndose de improviso como si lo hubiese pillado in fraganti
leyendo un ejemplar de aquella antigua revista erótica de idéntico nombre.
—Ése que venía a bañarse aquí, en la pileta
de la Plaza...
— ¡Ah, ese pingüino! —exclamó ya más
tranquilo—. Sí, es cierto.
— ¿Lo viste alguna vez?
—No, hijo. Eso ocurrió hace muchos años.
— ¿Y cómo lo sabes?
—Alguien me lo contó en la fábrica —y
agregó—, creo que fue Jalisco.
— ¿Jalisco? —preguntó mi madre.
—Sí, él fue quien me contó aquella historia.
— ¿Y qué es de él? —preguntó enseguida mi
madre, y ambos se enfrascaron en un tema que sólo ellos conocían.
Por lo mismo, yo volví mi vista hacia el
centro de la Plaza, intentando infructuosamente atisbar hacia el pasado e
imaginar al famoso e inquieto pingüino deambulando por uno u otro sitio y
chapoteando en una imaginaria pileta.
Pero en dicho instante, toda aquella escena
estalló en un millón de fragmentos y se desvaneció una vez más. Por un segundo
fui nuevamente atrapado por mis recuerdos. Y aquella escena tan simple en
apariencia, a excepción de la instintiva búsqueda del pingüino, se repitió en
varias ocasiones pues en esa época había más tiempo para todo. Incluso para
salir a pasear en familia, compartir un helado y simplemente charlar.
Aunque parece obvio decirlo, nada es eterno
en nuestro mundo y los engranajes del tiempo, acicateados todavía por el
impulso inicial, nunca dejan de girar. Y unos diez años más tarde todo cambió
con el advenimiento de la democracia. La Plaza fue remodelada un par de veces y
su apariencia cambió por completo. Se instalaron soberbios parterres que la
hicieron realmente única y muchas veces, a pesar de las siempre impredecibles
palomas, me senté en alguno de los escaños para observar la interesante
dinámica que en dicho sitio se manifestaba a cada instante. No era demasiada la
gente circulante y, por lo mismo, era posible observar todo el entorno con
tranquilidad.
Y en muchas ocasiones llegué a pensar, no sin
falta de fundamentos y pese a los conscriptos de cabellos e ideas cortas que
todavía la infestaban durante los fines de semana, que la Plaza era lo único
realmente atractivo de nuestra comuna y ciudad.
Sin embargo, lo más curioso de esta última
remodelación fue que nadie advirtió la desaparición de aquella discreta lápida
que, hace muchos años ya y en insípida ceremonia, había sido entregada a la ciudad
por el Canal de Televisión Estatal, en plena década de los Setenta, debido al
triunfo obtenido en una gymkhana comunal: el Zangandongo. Quizás fútil
entretención de masas para un tiempo en el que era peligroso opinar y, mucho
más, criticar a las autoridades.
Y los años transcurrieron uno tras otro,
vertiginosos, y la Plaza siempre se mantuvo casi impertérrita. Sólo algún
arreglo por aquí, un cambio de baldosas por allá, una mano de gato para alguna
fecha importante, y nada más.
Y aunque nada tangible ahora se preserva de
aquellos años, otra escena singular comenzó a materializarse de pronto ante mi
vista:
—Sentémonos un momento —dijo mi padre.
— ¿Dónde? —pregunté.
—En aquel asiento —respondió, señalándolo.
—Bueno —asentí.
Aquella mañana habíamos ido al Banco a cobrar
el cheque de su jubilación y él se veía algo cansado, ya no era el mismo de
antes. Quizás la vida, de una u otra forma, ya comenzaba a pasarle la cuenta.
—Éste es mi asiento —dijo de pronto—. Cada
jubilado tiene uno en esta Plaza.
— ¿En serio? —le pregunté, arqueando una ceja
en clara señal de incredulidad.
—Sí —asintió con una sonrisa, y agregó—, aquí
está mi nombre.
Y me enseñó el nombre que alguien,
posiblemente con algún objeto filoso, había escrito en uno de los maderos. En
efecto, aquél era su nombre: «Juan»
— ¿Ves? —me dijo.
Yo asentí entre divertido e incrédulo pues
sabía que él no lo había escrito.
—Aquí me siento a descansar cada vez que paso
por la Plaza —me dijo, y sonrió nuevamente.
— ¿Y por eso a veces se demora tanto en
llegar a la casa? —le pregunté.
Él asintió mientras observaba con vivo
interés a un joven de cabellos largos que, con aerosoles altamente tóxicos e
hincado sobre el suelo, pintaba el rostro del Che Guevara sobre un antiguo
disco de vinilo.
— ¿Vamos? —me dijo de improviso.
—Vamos —le respondí, y de inmediato iniciamos
el regreso a casa.
Y, aunque nadie podría intuir en aquel
entonces que toda aquella infraestructura tenía ya sus días contados, esta
nueva escena también se desintegró en incontables fragmentos. Los puntos de
referencia ya no existían y todo se difuminó con sorprendente rapidez.
Pero un par de años más tarde, el Metro
anunció un día su estrepitosa llegada, y con éste vendría aparejada la
modernidad. Aquella que todo lo arrasa sin cuestionarse nada ni perdonar a
nadie.
Y la primera en sufrir las consecuencias fue
nuestra Plaza. Las añosas encinas, que muchos todavía recuerdan con cierta
desazón debido a la empalagosa resina que a diario precipitaba desde sus hojas
en los meses de mayor calor, fueron salvajemente mutiladas y sus muñones —mudos
testigos de una realidad ya muchas veces vista en otros lugares de nuestro
país—, junto a las plantas y arbustos de menor envergadura, arrancados de cuajo
por aquellas insensibles y articuladas bestias amarillas que, casi con
inenarrable sadismo, siempre destruyen todo lo que encuentran a su paso. Y con
las encinas también murieron sus respectivas dríades que, escondidas ante la
vista de todos, nos hacían soñar y rememorar tiempos mejores cuando
descansábamos a la sombra de tan exuberante follaje. Además, también
desaparecieron las dos únicas palmeras, tropicales vestigios de una era ya
olvidada de nuestra evolución, junto al pequeño busto de Manuel Rodríguez que,
además, le daba con orgullo su nombre a la Plaza. Y después le tocó el turno a
toda la obra gruesa de la misma, no salvándose ni el más humilde pedrusco
puentealtino.
Pero aquello no fue visible ya para el común
de los mortales que, tan cerca y tan lejos al mismo tiempo, simplemente
transitaban a flor de superficie en las cercanías.
Pues, aunque fueron muy pocos los testigos de
tal hecho, unas monstruosas manos mecánicas cercaron la Plaza para que ningún
ojo humano pudiese ver los horrores que, uno tras otro, más tarde ahí se
cometerían. Luego, aquellas mismas manos colocaron numerosos contenedores, uno
encima de otro, en el pretérito borde de la Plaza. Y dos conspicuos carteles
señalando: «Hombres Trabajando» y «No Hay vacantes».
Y a diario, muchos rostros tan anónimos como
desconocidos se introdujeron subrepticiamente en aquella pretérita área de
esparcimiento, y los habituales transeúntes de la Plaza sólo pudieron limitarse
a escuchar los guturales y continuos lamentos de la tierra profanada, una y
otra vez, por aquellas máquinas de foránea procedencia. Era indudable que ellas
algo estaban construyendo bajo la Plaza, la misma que en aquel momento ya no
existía.
Era el progreso, y esta vez había llegado
para quedarse.
Y llegó el gran día de la inauguración.
Y la No-Plaza quedó finalmente al
descubierto: ésta no era más que una extensión cuadrangular de cemento estéril,
donde la única vegetación consistía en una hilera de palmeras que, al parecer,
habían sido donadas graciosamente por el Regimiento antes que éste abandonara
en forma definitiva nuestra comuna. Además, hacia el costado de la Avenida
Principal, dos grotescas moles de acero pintadas de blanco señalaban dos de las
entradas hacia el ferrocarril subterráneo. Junto a estas moles construyeron una
caseta sanitaria para que, en caso que sea necesario, algunos pocos y urgidos
transeúntes la utilicen de baño. Lo único malo es que no han faltado los
desubicados que, una y otra vez, insisten en utilizarla a modo de ascensor para
acceder a las instalaciones subterráneas del Metro.
Y nada más, a excepción de algunos focos a
nivel de suelo que no tardaron en evaporarse.
¿Podrá llegar a tanto nuestra tolerancia?
¡Oh! En este preciso momento observo a un
quiltro olisqueando al exterior de aquella caseta sanitaria y, en un dos por
tres, levanta su pata para también dejar estampada su rúbrica sobre la Plaza.
Pero en la inauguración, la No-Plaza se llenó
de sillas y fue cubierta parcialmente con un gigantesco toldo y, con bombos y
platillos, junto a la guarida terminal del culebrón metálico también se entregó
esta nueva infraestructura a la comunidad para su completo e íntegro regocijo.
Muchos halagos y comentarios se escucharon
acerca de la modernidad de la No-Plaza, pero lo cierto es que no había plantas
ni sitio alguno donde descansar un breve instante, y el sol daba de pleno en
ella a mediados del verano.
Tiempo después, dando la espalda al costado
Norte y emergiendo desde un pasado casi colonial, apareció el Anomo: un
jinete sin rostro que, al observar los insólitos cambios acaecidos en la Plaza,
la misma que un día muy lejano él conoció y visitó en más de alguna ocasión,
sólo atinó a convertirse en piedra junto a su imponente cabalgadura. Tal había
sido su asombro, un asombro que indudablemente fue el definitivo.
Y fue entonces cuando alguien muy perceptivo
intuyó que era menester colocar modernos asientos y uno que otro bisoño
arbolillo sobre aquella casi infecunda superficie.
Y así se hizo.
Y la gente comenzó paulatinamente a
acostumbrarse a la No-Plaza.
E incluso algunos comenzaron a sentirse
orgullosos de ella, de su modernidad y de su estilo tan similar a otras del
viejo y decadente continente europeo.
Pero en esta nueva remodelación, tan fría e
impersonal, ya no habría espacio para los gratos recuerdos, pasados ni futuros.
Después de casi un año transcurrido, al
acercarse las festividades de fin de año, alguna desconocida autoridad decidió
que sería adecuado darle color a la Plaza (perdón, la No-Plaza) e hizo colocar
una gran cantidad de maceteros con pequeños pinos que, además, impedían que la
gente circulara a través de ella. También colocaron un pesebre de tamaño
natural para conmemorar alguna fiesta religiosa, pero todo esto duró menos que
un suspiro.
Y los nuevos arbolillos estaban a
regañadientes mostrando ya un incipiente verdor, clara señal de su enraizado
definitivo.
Sin embargo, no todo concluyó en aquel
momento pues una nueva remodelación estaba en ciernes.
Basándose en incontables experiencias
previas, algunos lugareños llegaron a pensar que, estando en aquel momento todo
listo y entregado, vendrían los ágiles funcionarios de Aguas Andinas para
cambiar los ductos de los desagües o, en su defecto, los audaces de la Compañía
de Teléfonos habían resuelto instalar un insospechado tendido subterráneo de
fibra óptica. Pero todos ellos se equivocaron en esta ocasión pues, al parecer,
alguna otra autoridad también deseaba dejar sus huellas sobre la Plaza: quizás
la rúbrica definitiva, la que se distingue y prevalece ante ojos primerizos o
muy poco observadores.
Los nuevos trabajos comenzaron de un día para
otro: una mano invisible, quizás una burda reminiscencia de aquel pretérito y
gigantesco brazo articulado, colocó una empalizada sobre el costado Este de la
Plaza. Luego, infatigables obreros comenzaron a descargar una increíble
cantidad de piedras y arena por todos lados. Y las escaleras que invitaban al
centro de la Plaza fueron reemplazadas de inmediato por rústicas rampas de
adoquines donde, poco más tarde y a trastabillones, los jubilados debían bajar
corriendo cuando eran afectados por el desnivel. Enseguida, aparecieron unos
rústicos y gigantescos maceteros cilíndricos diseminados sobre la Plaza, en
apariencia (aunque esto no se advirtió al principio) siguiendo un plan
preconcebido. Y, dentro de los mismos, aparecieron unos pocos arbustos
raquíticos que, en su intrínseca porfía, todavía no muestran su esperable
verdor.
Y tras la empalizada comenzaron a construirse
unas altas estructuras metálicas que, en un día de inclemente lluvia,
indudablemente protegerán menos que los paraderos del Transantiago. Desde un
principio, aquello se perfilaba más que evidente.
Además, colocaron numerosos y tradicionales
escaños siguiendo los bordes de dicha estructura, para que la palomas, que a
diario se instalen sobre las varillas superiores, pudiesen practicar su
puntería a insano y perverso placer. Aunque tal ha sido la tónica dentro de
muchos ámbitos de nuestra sociedad, la Ley del Gallinero se manifestará a
plenitud y a vista y paciencia de todos.
Para el lado Sur de la Plaza amontonaron
todos los modernos asientos hacia el centro de la misma, intercalando entre
ellos numerosos jardines enrejados. Y todos los transeúntes que con urgencia se
han visto obligados a pasar por allí, en especial durante las tardes de
insistente lluvia, han sentido una angustia de Minotauro tratando de
escabullirse desde aquel laberinto. Por lo menos, así lo percibí una vez en
carne propia durante una tarde de invierno. E incluso es posible que muchos de
aquellos incautos se hayan extraviado para siempre, y nunca más tengamos la
posibilidad de verlos en algún otro lugar. Indudablemente, gracias a tan
desquiciado diseño, en aquel sitio todo es posible.
Provista de una miríada de invisibles
seudópodos, la empalizada comenzó a desplazarse. Primero hacia el costado Norte
de la Plaza y luego hacia el Oeste, y la estructura metálica continuaba su
espontánea y oculta generación tras ella, virtual producto de mil inquietas
manos tejedoras que ahí se dieron cita.
Aquello es lo que a simple vista puedo
atestiguar, mientras intento alejarme de todos aquellos sujetos en clara
actitud sospechosa que, de repente y en todo momento, ahora merodean sobre la
Plaza en busca de alguna ocasional víctima para desplumar.
Y ahora vienen las acostumbradas elecciones municipales.
Si esta vez gana el cambio, ¿traerá la nueva
autoridad una aplanadora, o será menester tan sólo una minúscula escoba?
En fin, aunque el previsible y saludable
cambio se retarde una o dos elecciones, nuestra Plaza seguirá cambiando.
Indudablemente lo hará. Siempre. Y para ella el paso del tiempo nunca será en
vano. Algún día, cuando todos nosotros seamos festín de hambrientos gusanos
tercermundistas, otros atestiguarán cada posterior transformación que, en
simple extrapolación, no siempre será para mejor.
Cuento 104 © Julio de 2008.
Revisión 2 (19 de Junio de 2009).
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