lunes, 19 de noviembre de 2018

La Plaza de Puente Alto en tres poemas de Erasmo Dominguez Santibañez







CON CUÁNTA TRISTEZA


Con cuánta tristeza evoco yo el tiempo
en que en estos campos era feliz.
Yo y mi esposa unidos aquí por el tiempo
que nos toco vivir.

Todo muy bonito yo iba viendo
si hasta el Raco viento me hacía feliz.
Era santiaguino, pero qué contento
me hacía el trencito trayéndome aquí.

Junto a mi señora venía contento
si a ella le gustaba venir siempre aquí.
Yo era dichoso cumpliéndole a ella
si ella era mi estrella aquí en mi vivir.

Siempre la recuerdo por este lamento
que yo voy sintiendo porque la perdí.
Y solo el recuerdo yo iba teniendo
aquí en esta plaza y hoy ya lo perdí,

El progreso avanza ya sin sentimientos
¡Ay cuánto yo siento venir hoy aquí!
En donde ya nada queda del recuerdo
que hace cuarenta años aquí yo viví.

¡Ay, mi plaza hermosa
dónde habrá quedado
ese árbol sagrado
que era para mí!
El único encanto que a ella me unía
Puente Alto, mi vida
Yo aquí
La perdí.


DE NUEVO

Aquí nuevamente me encuentro,
escribiendo a esta hermosa plaza que para mí murió.
 Tal vez si renazca con todo su orgullo,
mas lo que aquí hubo recuerdos ya son.
La verdad, Puente Alto ha cambiado mucho.
Ya no está el orgullo de esta región,
que era el trencito que paseó a los suyos
desde Plaza Italia a este sector.
Ya pronto aquí el Metro será realidad,
con el adelanto que es esplendor
y nuestra comarca que era huasteca
 ya vive el embrujo, 
la modernización.

En dónde quedaron pregunto angustioso
y nadie me dice lo que aquí pasó
con la hermosa plaza que era nuestro orgullo
y tantos recuerdos de amor escondió.

Para el que esto escribe
Es muy doloroso recordar 
la historia que aquí se escribió,
En donde mi esposa gritó con pena: 
"Mi esposo querido perdona el dolor.
Aquí me despido de ti como siempre,
diciendo que te amo con todo mi amor,
mas se va mi vida, pues tengo leucemia,
justo un mes me queda de estar junto a ti"

Por eso yo clamo en forma angustiosa
por qué pasan  cosas de tanto dolor.
El progreso avanza, llevando las rosas
Y esos mensajes tan llenos de amor.”

POR NO SABER


Por no saber de la vida, de lo que en la calle pasaba,
yo vivía preocupado tan solo de mi desgracia
Bastome salir un día  a mirar solo a la plaza
para saber las penurias de lo que la gente pasa.

Cómo cambió mi sentir al ver ahí la desgracia.
"Lo que yo tengo no es nada"
me dije y volví a casa
Con mi espíritu crecido al saber de la bonanza
con lo que Dios me premia aquí todas las mañanas.

Por eso al que camina y en muletas anda,
Yo les pido, por favor,dense una vuelta a la plaza
y verán que sus dolencias, incluidas las del alma
no son nada comparado con lo que hay en esa plaza.

El adulto mayor tiene un lugar en la plaza
desde donde mira al gentío que junto a su lado pasa.
Él piensa que esa plaza hace cincuenta años atrás
era sólo novedad ver cien personas o más.
Y ¡Orgulloso!, ya es ciudad, él piensa, en su interior.
Esto que era sector sólo de huasos no más
donde venía a topear
y mirar una pollera para llevarle a mi prenda
a San José o más allá.

¡Chitas, qué buena amistad vivíamos en esos tiempos!
Cuando todo era lento
en este centro rural
y hoy que es como capital
donde de todo encontramos
si hoy hasta los patos malos
 adornan este lugar.


miércoles, 7 de noviembre de 2018

IMÁGENES EVANESCENTES






Escritor: Eric Soto Lavín
Fotografía cedida por Edison Carreño Ulloa
 Nuestra Plaza ha cambiado. Indudablemente lo ha hecho. Para ella el paso de los años no ha sido en vano: las grietas en su rostro, aunque muchas veces disimuladas con sucesivos afeites y estucos, así lo demuestran. Y, de una u otra forma, todos nosotros hemos sido testigos de su continua transformación. Incluso ahora, en este preciso momento, la observo y veo que ella no es ya la misma de segundos previos. En mayor o menor grado, siempre ha sido así.
 La conocí hace treinta y cinco años en plena adolescencia, en el tiempo del Caos, y sólo una palabra bastaba para definirla en toda su integridad: «provinciana».
Más tarde, luego de testificar numerosas y continuas vejaciones hacia la población local, las poco imaginativas autoridades resolvieron desentenderse de ella; y las multitudes parecían esquivarla debido, tal vez, a las casi tangibles reminiscencias de un oscuro y autoritario bando que prohibía a la gente reunirse en grupos.
Por lo mismo, al no cumplir el objetivo primordial que definía su existencia como tal, poco a poco su rostro fue volviéndose deslucido y triste.
Y unos cinco años más tarde, al poco tiempo de radicarse mi familia en Puente Alto, una escena emerge rauda entre mis recuerdos:
Junto a mis padres, yo caminaba por el costado Sur de la Plaza.
— ¿Quieres un helado? —preguntó mi madre.
—Sí —dije de inmediato, con la ansiedad a flor de labios.
— ¿Y tú, Viejo? —preguntó enseguida a mi padre.
—Por supuesto —respondió él, y agregó—. Esas cosas no se preguntan.
Acto seguido, mi madre cruzó con despreocupación la calle del Guerrillero e ingresó al Oasis. Y un par de minutos más tarde, cruzando la calle casi con la cautela de alguien que camina por la cuerda floja por vez primera, regresó con tres voluminosos helados, todos multicolores en apariencia y sabor.
Y de inmediato los repartió entre nosotros. Ella sabía que el de pistacho y frutilla era mi preferido.
Después nos sentamos en uno de los escaños para disfrutar de los helados antes que éstos fuesen víctimas del calor reinante.
Al concluir mi helado, observé hacia el centro de la Plaza.
— ¿Papá?
— ¿Sí? ¿Qué sucede?                                                      
— ¿Son ciertas las historias del pingüino?
— ¿Pingüino? ¿Cuál pingüino? —preguntó él, volviéndose de improviso como si lo hubiese pillado in fraganti leyendo un ejemplar de aquella antigua revista erótica de idéntico nombre.
—Ése que venía a bañarse aquí, en la pileta de la Plaza...
— ¡Ah, ese pingüino! —exclamó ya más tranquilo—. Sí, es cierto.
— ¿Lo viste alguna vez?
—No, hijo. Eso ocurrió hace muchos años.
— ¿Y cómo lo sabes?
—Alguien me lo contó en la fábrica —y agregó—, creo que fue Jalisco.
— ¿Jalisco? —preguntó mi madre.
—Sí, él fue quien me contó aquella historia.
— ¿Y qué es de él? —preguntó enseguida mi madre, y ambos se enfrascaron en un tema que sólo ellos conocían.
Por lo mismo, yo volví mi vista hacia el centro de la Plaza, intentando infructuosamente atisbar hacia el pasado e imaginar al famoso e inquieto pingüino deambulando por uno u otro sitio y chapoteando en una imaginaria pileta.
Pero en dicho instante, toda aquella escena estalló en un millón de fragmentos y se desvaneció una vez más. Por un segundo fui nuevamente atrapado por mis recuerdos. Y aquella escena tan simple en apariencia, a excepción de la instintiva búsqueda del pingüino, se repitió en varias ocasiones pues en esa época había más tiempo para todo. Incluso para salir a pasear en familia, compartir un helado y simplemente charlar.
Aunque parece obvio decirlo, nada es eterno en nuestro mundo y los engranajes del tiempo, acicateados todavía por el impulso inicial, nunca dejan de girar. Y unos diez años más tarde todo cambió con el advenimiento de la democracia. La Plaza fue remodelada un par de veces y su apariencia cambió por completo. Se instalaron soberbios parterres que la hicieron realmente única y muchas veces, a pesar de las siempre impredecibles palomas, me senté en alguno de los escaños para observar la interesante dinámica que en dicho sitio se manifestaba a cada instante. No era demasiada la gente circulante y, por lo mismo, era posible observar todo el entorno con tranquilidad.
Y en muchas ocasiones llegué a pensar, no sin falta de fundamentos y pese a los conscriptos de cabellos e ideas cortas que todavía la infestaban durante los fines de semana, que la Plaza era lo único realmente atractivo de nuestra comuna y ciudad.
Sin embargo, lo más curioso de esta última remodelación fue que nadie advirtió la desaparición de aquella discreta lápida que, hace muchos años ya y en insípida ceremonia, había sido entregada a la ciudad por el Canal de Televisión Estatal, en plena década de los Setenta, debido al triunfo obtenido en una gymkhana comunal: el Zangandongo. Quizás fútil entretención de masas para un tiempo en el que era peligroso opinar y, mucho más, criticar a las autoridades.
Y los años transcurrieron uno tras otro, vertiginosos, y la Plaza siempre se mantuvo casi impertérrita. Sólo algún arreglo por aquí, un cambio de baldosas por allá, una mano de gato para alguna fecha importante, y nada más.
Y aunque nada tangible ahora se preserva de aquellos años, otra escena singular comenzó a materializarse de pronto ante mi vista:
—Sentémonos un momento —dijo mi padre.
— ¿Dónde? —pregunté.
—En aquel asiento —respondió, señalándolo.
—Bueno —asentí.
Aquella mañana habíamos ido al Banco a cobrar el cheque de su jubilación y él se veía algo cansado, ya no era el mismo de antes. Quizás la vida, de una u otra forma, ya comenzaba a pasarle la cuenta.
—Éste es mi asiento —dijo de pronto—. Cada jubilado tiene uno en esta Plaza.
— ¿En serio? —le pregunté, arqueando una ceja en clara señal de incredulidad.
—Sí —asintió con una sonrisa, y agregó—, aquí está mi nombre.
Y me enseñó el nombre que alguien, posiblemente con algún objeto filoso, había escrito en uno de los maderos. En efecto, aquél era su nombre: «Juan»
— ¿Ves? —me dijo.
Yo asentí entre divertido e incrédulo pues sabía que él no lo había escrito.
—Aquí me siento a descansar cada vez que paso por la Plaza —me dijo, y sonrió nuevamente.
— ¿Y por eso a veces se demora tanto en llegar a la casa? —le pregunté.
Él asintió mientras observaba con vivo interés a un joven de cabellos largos que, con aerosoles altamente tóxicos e hincado sobre el suelo, pintaba el rostro del Che Guevara sobre un antiguo disco de vinilo.
— ¿Vamos? —me dijo de improviso.
—Vamos —le respondí, y de inmediato iniciamos el regreso a casa.
Y, aunque nadie podría intuir en aquel entonces que toda aquella infraestructura tenía ya sus días contados, esta nueva escena también se desintegró en incontables fragmentos. Los puntos de referencia ya no existían y todo se difuminó con sorprendente rapidez.
Pero un par de años más tarde, el Metro anunció un día su estrepitosa llegada, y con éste vendría aparejada la modernidad. Aquella que todo lo arrasa sin cuestionarse nada ni perdonar a nadie.
Y la primera en sufrir las consecuencias fue nuestra Plaza. Las añosas encinas, que muchos todavía recuerdan con cierta desazón debido a la empalagosa resina que a diario precipitaba desde sus hojas en los meses de mayor calor, fueron salvajemente mutiladas y sus muñones —mudos testigos de una realidad ya muchas veces vista en otros lugares de nuestro país—, junto a las plantas y arbustos de menor envergadura, arrancados de cuajo por aquellas insensibles y articuladas bestias amarillas que, casi con inenarrable sadismo, siempre destruyen todo lo que encuentran a su paso. Y con las encinas también murieron sus respectivas dríades que, escondidas ante la vista de todos, nos hacían soñar y rememorar tiempos mejores cuando descansábamos a la sombra de tan exuberante follaje. Además, también desaparecieron las dos únicas palmeras, tropicales vestigios de una era ya olvidada de nuestra evolución, junto al pequeño busto de Manuel Rodríguez que, además, le daba con orgullo su nombre a la Plaza. Y después le tocó el turno a toda la obra gruesa de la misma, no salvándose ni el más humilde pedrusco puentealtino.
Pero aquello no fue visible ya para el común de los mortales que, tan cerca y tan lejos al mismo tiempo, simplemente transitaban a flor de superficie en las cercanías.
Pues, aunque fueron muy pocos los testigos de tal hecho, unas monstruosas manos mecánicas cercaron la Plaza para que ningún ojo humano pudiese ver los horrores que, uno tras otro, más tarde ahí se cometerían. Luego, aquellas mismas manos colocaron numerosos contenedores, uno encima de otro, en el pretérito borde de la Plaza. Y dos conspicuos carteles señalando: «Hombres Trabajando» y «No Hay vacantes».
Y a diario, muchos rostros tan anónimos como desconocidos se introdujeron subrepticiamente en aquella pretérita área de esparcimiento, y los habituales transeúntes de la Plaza sólo pudieron limitarse a escuchar los guturales y continuos lamentos de la tierra profanada, una y otra vez, por aquellas máquinas de foránea procedencia. Era indudable que ellas algo estaban construyendo bajo la Plaza, la misma que en aquel momento ya no existía.
Era el progreso, y esta vez había llegado para quedarse.
Y llegó el gran día de la inauguración.
Y la No-Plaza quedó finalmente al descubierto: ésta no era más que una extensión cuadrangular de cemento estéril, donde la única vegetación consistía en una hilera de palmeras que, al parecer, habían sido donadas graciosamente por el Regimiento antes que éste abandonara en forma definitiva nuestra comuna. Además, hacia el costado de la Avenida Principal, dos grotescas moles de acero pintadas de blanco señalaban dos de las entradas hacia el ferrocarril subterráneo. Junto a estas moles construyeron una caseta sanitaria para que, en caso que sea necesario, algunos pocos y urgidos transeúntes la utilicen de baño. Lo único malo es que no han faltado los desubicados que, una y otra vez, insisten en utilizarla a modo de ascensor para acceder a las instalaciones subterráneas del Metro.
Y nada más, a excepción de algunos focos a nivel de suelo que no tardaron en evaporarse.
¿Podrá llegar a tanto nuestra tolerancia?
¡Oh! En este preciso momento observo a un quiltro olisqueando al exterior de aquella caseta sanitaria y, en un dos por tres, levanta su pata para también dejar estampada su rúbrica sobre la Plaza.
Pero en la inauguración, la No-Plaza se llenó de sillas y fue cubierta parcialmente con un gigantesco toldo y, con bombos y platillos, junto a la guarida terminal del culebrón metálico también se entregó esta nueva infraestructura a la comunidad para su completo e íntegro regocijo.
Muchos halagos y comentarios se escucharon acerca de la modernidad de la No-Plaza, pero lo cierto es que no había plantas ni sitio alguno donde descansar un breve instante, y el sol daba de pleno en ella a mediados del verano.
Tiempo después, dando la espalda al costado Norte y emergiendo desde un pasado casi colonial, apareció el Anomo: un jinete sin rostro que, al observar los insólitos cambios acaecidos en la Plaza, la misma que un día muy lejano él conoció y visitó en más de alguna ocasión, sólo atinó a convertirse en piedra junto a su imponente cabalgadura. Tal había sido su asombro, un asombro que indudablemente fue el definitivo.
Y fue entonces cuando alguien muy perceptivo intuyó que era menester colocar modernos asientos y uno que otro bisoño arbolillo sobre aquella casi infecunda superficie.
Y así se hizo.
Y la gente comenzó paulatinamente a acostumbrarse a la No-Plaza.
E incluso algunos comenzaron a sentirse orgullosos de ella, de su modernidad y de su estilo tan similar a otras del viejo y decadente continente europeo.
Pero en esta nueva remodelación, tan fría e impersonal, ya no habría espacio para los gratos recuerdos, pasados ni futuros.
Después de casi un año transcurrido, al acercarse las festividades de fin de año, alguna desconocida autoridad decidió que sería adecuado darle color a la Plaza (perdón, la No-Plaza) e hizo colocar una gran cantidad de maceteros con pequeños pinos que, además, impedían que la gente circulara a través de ella. También colocaron un pesebre de tamaño natural para conmemorar alguna fiesta religiosa, pero todo esto duró menos que un suspiro.
Y los nuevos arbolillos estaban a regañadientes mostrando ya un incipiente verdor, clara señal de su enraizado definitivo.
Sin embargo, no todo concluyó en aquel momento pues una nueva remodelación estaba en ciernes.
Basándose en incontables experiencias previas, algunos lugareños llegaron a pensar que, estando en aquel momento todo listo y entregado, vendrían los ágiles funcionarios de Aguas Andinas para cambiar los ductos de los desagües o, en su defecto, los audaces de la Compañía de Teléfonos habían resuelto instalar un insospechado tendido subterráneo de fibra óptica. Pero todos ellos se equivocaron en esta ocasión pues, al parecer, alguna otra autoridad también deseaba dejar sus huellas sobre la Plaza: quizás la rúbrica definitiva, la que se distingue y prevalece ante ojos primerizos o muy poco observadores.
Los nuevos trabajos comenzaron de un día para otro: una mano invisible, quizás una burda reminiscencia de aquel pretérito y gigantesco brazo articulado, colocó una empalizada sobre el costado Este de la Plaza. Luego, infatigables obreros comenzaron a descargar una increíble cantidad de piedras y arena por todos lados. Y las escaleras que invitaban al centro de la Plaza fueron reemplazadas de inmediato por rústicas rampas de adoquines donde, poco más tarde y a trastabillones, los jubilados debían bajar corriendo cuando eran afectados por el desnivel. Enseguida, aparecieron unos rústicos y gigantescos maceteros cilíndricos diseminados sobre la Plaza, en apariencia (aunque esto no se advirtió al principio) siguiendo un plan preconcebido. Y, dentro de los mismos, aparecieron unos pocos arbustos raquíticos que, en su intrínseca porfía, todavía no muestran su esperable verdor.
Y tras la empalizada comenzaron a construirse unas altas estructuras metálicas que, en un día de inclemente lluvia, indudablemente protegerán menos que los paraderos del Transantiago. Desde un principio, aquello se perfilaba más que evidente.
Además, colocaron numerosos y tradicionales escaños siguiendo los bordes de dicha estructura, para que la palomas, que a diario se instalen sobre las varillas superiores, pudiesen practicar su puntería a insano y perverso placer. Aunque tal ha sido la tónica dentro de muchos ámbitos de nuestra sociedad, la Ley del Gallinero se manifestará a plenitud y a vista y paciencia de todos.
Para el lado Sur de la Plaza amontonaron todos los modernos asientos hacia el centro de la misma, intercalando entre ellos numerosos jardines enrejados. Y todos los transeúntes que con urgencia se han visto obligados a pasar por allí, en especial durante las tardes de insistente lluvia, han sentido una angustia de Minotauro tratando de escabullirse desde aquel laberinto. Por lo menos, así lo percibí una vez en carne propia durante una tarde de invierno. E incluso es posible que muchos de aquellos incautos se hayan extraviado para siempre, y nunca más tengamos la posibilidad de verlos en algún otro lugar. Indudablemente, gracias a tan desquiciado diseño, en aquel sitio todo es posible.
Provista de una miríada de invisibles seudópodos, la empalizada comenzó a desplazarse. Primero hacia el costado Norte de la Plaza y luego hacia el Oeste, y la estructura metálica continuaba su espontánea y oculta generación tras ella, virtual producto de mil inquietas manos tejedoras que ahí se dieron cita.
Aquello es lo que a simple vista puedo atestiguar, mientras intento alejarme de todos aquellos sujetos en clara actitud sospechosa que, de repente y en todo momento, ahora merodean sobre la Plaza en busca de alguna ocasional víctima para desplumar.
Y ahora vienen las acostumbradas elecciones municipales.
Si esta vez gana el cambio, ¿traerá la nueva autoridad una aplanadora, o será menester tan sólo una minúscula escoba?
En fin, aunque el previsible y saludable cambio se retarde una o dos elecciones, nuestra Plaza seguirá cambiando. Indudablemente lo hará. Siempre. Y para ella el paso del tiempo nunca será en vano. Algún día, cuando todos nosotros seamos festín de hambrientos gusanos tercermundistas, otros atestiguarán cada posterior transformación que, en simple extrapolación, no siempre será para mejor.
Cuento 104 © Julio de 2008.
Revisión 2 (19 de Junio de 2009).